EL MITO DEL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES Y LAS MANZANAS DE ORO DE LA INMORTALIDAD


En un lugar del Occidente extremo, al borde del Océano, no lejos de la isla de los Bienaventurados, vivían las Hespérides, las Ninfas del Ocaso, hijas de la Noche.


Según el mito, eran tres: Egle, Eritia y Hesperaretusa. Ellas se encargaban de cuidar y vigilar, con la ayuda de un dragón de cien cabezas, el sagrado jardín donde crecían las manzanas de oro. Éstas eran el regalo que en otro tiempo Gea, la tierra, había hecho a Hera con ocasión de su boda con Zeus. Mientras cumplían su función, las Hespérides cantaban al unísono junto a las fuentes de este lugar, de las que manaba el divino néctar de los dioses: la ambrosía.

Estas bellas ninfas protagonizaron uno de los últimos trabajos de Heracles, el cual, tenía que llevarle las manzanas de oro a Euristeo, rey de Micenas. Para lograrlo, Heracles tuvo que recorrer muchos caminos, pues nadie sabía con certeza dónde se encontraba el jardín. Luego de superar grandes obstáculos, llega a Egipto donde se encuentra que el rey Busiris había enviado a raptar a las Hespérides y a apoderarse de las manzanas de oro. Pero Heracles, el héroe griego por excelencia, extermina a los raptores, les arrebata el botín y libera a las Hespérides, devolviéndolas a su padre Atlante. Éste, en recompensa, entrega al héroe las manzanas de oro.

En todas las tradiciones, las manzanas han sido desde siempre, símbolo de la inmortalidad. De hecho en estos relatos, se menciona como un sitio muy especial la tierra donde crece el manzano. Es un lugar de bosques frondosos, de abundante vegetación. El mundo vegetal parece cobrar un especial significado en estos lugares y la vida desborda majestuosidad y verdor.

Cada rincón de esta tierra es un reto a la vida, una vida callada pero llena de fuerza, profunda y ancestral.

En la Edad Media también encontramos el símbolo del manzano en múltiples leyendas. La figura de la Madre Naturaleza, personificada como la diosa, ofrece las manzanas de oro de la salvación y de la inmortalidad al héroe en muchas leyendas medievales. De hecho en la semántica indoeuropea belleza y pureza son sinónimos. Sólo lo bello, brillante y puro puede pasar a formar parte de lo inmortal y eterno. En este contexto se sitúa la leyenda de Arturo, mítico rey que, una vez herido de muerte, es llevado por la Maga Morgana en su barca hacia la isla de Avalon, el país de las manzanas. Allí curó de sus heridas y cuenta la leyenda que sigue viviendo “eternamente joven”.

De ahí que sea precisamente a esta tierra profunda donde tiene que ir el héroe en busca de la inmortalidad, y de ahí que la manzana, como fruta de Venus, sea el símbolo final de su búsqueda. Una vez superadas todas las pruebas, el Amor que ha madurado en él (las manzanas de oro, la Afrodita de Oro), le otorga la Eterna Juventud, la Inmortalidad del Alma.

En nosotros vive también un íntimo deseo de inmortalidad, de querer trascender en el tiempo y ser recordados, un profundo anhelo de hacer perdurar lo que consideramos valioso. 

Este deseo es el mismo que inspiró a los griegos y, por ello, dejaron profundas huellas que aún podemos admirar. Sus genios y grandes figuras no están más entre nosotros, sin embargo, su herencia material y espiritual es enorme. 

Inspirémonos en Grecia y en su cultura que sigue respirando Inmortalidad para dejar una huella profunda en el camino de la vida. 

El mensaje del Inca

Una bonita reflexión :]

Cuentan las crónicas que el Inca Pachacútec era un rey sabio, que gobernaba a su pueblo con justicia, era un hombre que sabía además extraer lecciones de la vida y de las experiencias.
En cierta ocasión en que visitaba una ciudad de su vasto territorio, se tropezó con una escena que le sobrecogió vivamente: un animal de los que abundan en aquellas regiones andinas, especie de zorro con algo de perro-lobo, había caído en una ciénaga, de la que con denodados esfuerzos intentaba salir.
El Inca, que era un hombre piadoso para con el sufrimiento ajeno, detuvo su comitiva, se inclinó ante el cánido en apuros y buscó asirlo de las patas para rescatarlo, pero el animal, tras mostrar sus afilados dientes, mordió ferozmente el brazo del Inca, que intentaba salvarle.

La reacción del animal indignó a los cortesanos, siempre tan obedientes con quien tiene el mando y rápidamente, se aprestaron a matarlo allí mismo. Pero una vez más, la sabiduría de Pachacútec supo ver más allá de las apariencias y detuvo aquellas manos vengadoras de sus súbditos. "No lo hagan - dijo mientras alguien curaba sus heridas -, pues ha reaccionado igual que los pueblos que están sometidos a la tiranía y a la explotación, acostumbrados a recibir nada más que injusticias y castigos de quienes los gobiernan, no saben reconocer al principio el trato justo que aliviará sus males. Pero con un poco de paciencia y perseverancia hay que mostrarles que les ha llegado la hora de la liberación".
Así fue en efecto, pues el Inca, con gran delicadeza, acarició la cabeza del animal, le habló con dulzura y, poco a poco, éste, fue saliendo finalmente de la ciénaga.

Sin ser tan sabios como Pachacútec, a veces nos ocurre algo semejante, cuando nos encontramos con gente tan desilusionada por las decepciones y las traiciones que no es capaz de reconocer la transparencia de nuestros ofrecimientos de ayuda y colaboración, y tiende a ver en nuestra buena voluntad y en nuestras acciones desinteresadas, torcidas intenciones obscuras, de modo que reaccionan con una inusitada agresividad, que no es más que el resultado de sus nefastas experiencias.

Otras veces somos nosotros los apaleados y negamos a quienes nos vamos encontrando por la vida el beneficio de nuestra confianza o quizá de nuestra amistad, saturados como estamos de haber orientado nuestros pasos en la dirección equivocada. Y así, vamos manejando estereotipos negativos, y cerrándonos puertas que nos podrían llevar a espacios y experiencias dignas de atesorarse en nuestros recuerdos.
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